
ueda poco para el mediodía y la tensión sobre la cubierta del monorreme romano hace horas que va en aumento. Tan pronto despuntó el alba, la embarcación de carga romana advirtió en el horizonte las velas de una nave liburna que desde entonces trata de darles caza. Es una nave pirata que como una loba solitaria anda a la caza de las suculentas presas romanas que navegan el Adriático comerciando con los distintos pueblos ribereños. El capitán romano ha pasado las últimas horas en la toldilla, observando atentamente el progreso de sus enemigos. Hasta hace una hora, los liburnos no habían recortado apenas distancia y las millas de mar entre ambas embarcaciones daban cierta tranquilidad a la tripulación romana. El viento desde el amanecer había llenado el aparejo redondo de la nave de carga, esa vieja vela cuadrada que era sólo útil en presencia de vientos portantes que entraran en la nave por la popa y la propulsaran hacia delante. Pero el Mediterráneo es un mar mudable de caprichos y antojos, una mujer hermosa pero veleidosa y traicionera; desde hace una hora, con el sol estival calentando fuertemente, los vientos terrales han hecho su aparición y ahora comienzan a entrar de proa a las dos naves. El capitán romano, marino avezado bregado en incontables travesías, mandó inmediatamente responder al progresivo role del viento, braceando las velas a medida que el viento rolaba y la suerte les iba abandonando.
El capitán, apoyado sobre la regala de la toldilla, observa a sus enemigos a medida que recortan cada vez más aprisa la distancia que separa a ambas naves. Reza a sus dioses para que le devuelvan un viento favorable que le permita zafarse de las garras de esos malditos piratas, pero sus esperanzas van menguando con la misma rapidez con la que los liburnos le están dando alcance. El sol ha llegado al cenit y la nave pirata está lo suficientemente cerca como para poder observar el extraño aparejo que monta. A diferencia de su aparejo redondo, los liburnos se propulsan con una vela triangular que viene sostenida por su gratil por una larga percha formada por dos piezas de madera. Con la escota el capitán regula el embolsamiento de la vela y con una maniobra doble en proa orientan la percha abriendo o cerrando el plano vélico. Este ingenioso diseño les permite remontar el viento y no depender de los continuos roles que caracterizan este mar. El capitán había oído hablar de esa vela triangular en algunos de los puertos en los que había comerciado; los marineros hablaban de una gente de mar, una colonia griega en la bella provincia dálmata, piratas salvajes que vivían de depredar sobre el creciente comercio marítimo en el Adriático, gente dura de mar, innovadores capaces de revolucionar el complejo arte de la navegación.
El capitán romano vuelve la mirada hacia la asustada tripulación y mueve la cabeza con gesto cansado. Sabe que la nave y su carga están perdidas. Corre el año 450 de la fundación de Roma.
Con el tiempo, los liburnios, tribu iliria asentada en la región de Dalmacia, acabarán pagando caro su atrevimiento de practicar el corso con sus ligeras y veloces naves en el Adriático, humillando a la república romana y causando graves pérdidas a su comercio naval. Roma ocupará la región dálmata convirtiéndola en una provincia más de su creciente y basto imperio. Al hacerlo, la república copiará el ingenioso aparejo liburno y lo extenderá por todo el Mediterráneo, incorporándolo inmediatamente y utilizándolo tanto en el comercio naval como en su armada. Ha nacido la vela latina.
Son las cinco de la tarde del primer sábado de mayo y los pequeños botes latinos de 21 palmos se encuentran ya en el palangre esperando que se de la salida a la primera regata de la temporada. Se trata de una tradición heredada de los primeros años del siglo pasado, cuando los pescadores comenzaron a medirse con sus botes de 42 palmos en regatas que eran seguidas por toda la ciudad de Cartagena. Desde entonces, tan sólo durante los luctuosos años de la contienda civil estas embarcaciones latinas han dejado de acudir a su cita anual con las regatas. Ni siquiera ahora, cuando los aparejos latinos han cedido su orgulloso cometido al motor diesel, las velas latinas han dejado de vestir el campo de regatas entre los meses de mayo y octubre, midiendo la pericia de las tripulaciones que lucharán durante todo el verano por demostrar ser los mejores en el agua y llevarse así la preciada Carabela de Plata, trofeo que acredita a la tripulación que lo consigue como la mejor de la temporada.
Ha empezado la cuenta atrás. Los barcos están cada uno amarrados a una boya del palangre con la vela juncada en la percha y la escota en manos del patrón de la embarcación. La posición en el palangre se ha sorteado minutos antes, en una reunión de patrones donde se han dado las últimas instrucciones. Al llegar la cuenta a cero el davantista, puesto de enorme importancia en la vela latina, se zafa del palangre al tiempo que el patrón tira de la escota con todas sus fuerzas, abriendo así la vela que en pocos segundos está llena de viento, lanzando al barco hacia delante. La regata ha comenzado; suerte a todos… y buena mar.


Gracias a todos los que están luchando por mantener viva la vela latina, patrimonio de la cultura mediterránea, herencia de aquellos orgullosos piratas ilirios que se enfrentaron con arrojo y pericia al basto imperio romano. Gracias a la Asociación de Amigos de la Vela Latina de Cartagena, especialmente en la figura de Marina y Fran, y a los clubes náuticos de Santa Lucía y Los Nietos, especialmente a la persona de José María Carreño. Gracias a todos ellos.

Por Miguel Vivas